
Y es Yesito. Mi perro mayor, mi compañero y mejor amigo durante estos últimos casi catorce años de mi vida.
Es que no puedo ser ingrata con ese cariño, esa lealtad, esa amistad única que era mi apoyo y mi interlocutor más sereno, me miraba con esos ojos pardos con infinita ternura y me entendía.
Cuando mi hermana Julieta murió, y me dieron la noticia de su muerte desde Boston, de donde yo acababa de regresar de celebrar con ella mis setenta años, yo sabía que su linfoma no le daba más tiempo. Y hui del dolor. En su momento más importante, no estuve con ella. Eso pesa sobre mi corazón desde entonces.
Luego la muerte de mi madre. Vivía conmigo en Río Chico pero pasaba unos meses con mi hermana Alejandra en Margarita. Y cuando la fui a ver, salió de su cuarto, pequeña y caminando con dificultad, y me espetó la pregunta que llevo en mi alma como un reclamo que nunca olvidaré: “Yo me preguntaba dónde estabas tú”. Planificando su regreso, me llamó mi hermana. Y la volví a ver cuando llegó para irse de un todo implacable, ajeno.
Con Yesito no quería, no podía ser débil ni esquiva con la ausencia y el dolor. Estuve con él abrazándolo, despidiéndome de él, de nuestra existencia compartida y también y bastante de la vida y sus pruebas y reclamos que pesan más cuando no los enfrentamos con el valor que nos exigen el amor y el respeto. Era un mestizo blanco moteado de un color cacao como sus ojos. Su corazón lo tenía con un ronroneo agotador, pero luchaba.
Yo no sé si se dio cuenta que estaba allí, en esa cama extraña porque algo iba a pasar que él no sabía, me miró y yo no quise leer esa mirada, porque tenía que ser fuerte en esa despedida obligada, decidida para que no sufriera mas.
Regresé a nuestra casa. Daniela sabe. Anoche fue a su lado y se acercó casi sobre su costado como abrazándolo.
Fue la única vez que ambos tuvieron una relación. Y de ella nació el Gordo. Que no se repetirá nunca.
Si me han acompañado hasta aquí, gracias. Me toca llorar. Asumirlo. Lo seguiré sin verlo. Lo amaré el tiempo que me quede de vida y espero encontrarlo. Esperándome.
Cuando mi hermana Julieta murió, y me dieron la noticia de su muerte desde Boston, de donde yo acababa de regresar de celebrar con ella mis setenta años, yo sabía que su linfoma no le daba más tiempo. Y hui del dolor. En su momento más importante, no estuve con ella. Eso pesa sobre mi corazón desde entonces.
Luego la muerte de mi madre. Vivía conmigo en Río Chico pero pasaba unos meses con mi hermana Alejandra en Margarita. Y cuando la fui a ver, salió de su cuarto, pequeña y caminando con dificultad, y me espetó la pregunta que llevo en mi alma como un reclamo que nunca olvidaré: “Yo me preguntaba dónde estabas tú”. Planificando su regreso, me llamó mi hermana. Y la volví a ver cuando llegó para irse de un todo implacable, ajeno.
Con Yesito no quería, no podía ser débil ni esquiva con la ausencia y el dolor. Estuve con él abrazándolo, despidiéndome de él, de nuestra existencia compartida y también y bastante de la vida y sus pruebas y reclamos que pesan más cuando no los enfrentamos con el valor que nos exigen el amor y el respeto. Era un mestizo blanco moteado de un color cacao como sus ojos. Su corazón lo tenía con un ronroneo agotador, pero luchaba.
Yo no sé si se dio cuenta que estaba allí, en esa cama extraña porque algo iba a pasar que él no sabía, me miró y yo no quise leer esa mirada, porque tenía que ser fuerte en esa despedida obligada, decidida para que no sufriera mas.
Regresé a nuestra casa. Daniela sabe. Anoche fue a su lado y se acercó casi sobre su costado como abrazándolo.
Fue la única vez que ambos tuvieron una relación. Y de ella nació el Gordo. Que no se repetirá nunca.
Si me han acompañado hasta aquí, gracias. Me toca llorar. Asumirlo. Lo seguiré sin verlo. Lo amaré el tiempo que me quede de vida y espero encontrarlo. Esperándome.